Creo que no me equivoco al generalizar diciendo que, cuando tenemos un problema de salud y acudimos a un centro sanitario, todos queremos ser atendidos por profesionales que, no solo sean buenos en cuanto a sus conocimientos sino que tengan ciertas cualidades como la calidez, la amabilidad, la empatía. Ya que cuando la salud se ve comprometida nos sentimos más vulnerables y nos gustaría ser acogidos por profesionales cercanos y amables, para sentirnos seguros y en calma.
Es cierto que los profesionales sanitarios tenemos cierta facilidad para empatizar con los demás, con los pacientes, en parte es por lo que escogimos esta profesión. La empatía nos permite conectar con las emociones de nuestros pacientes, es útil para comprenderlos mejor y desde ahí poder ayudarles. Pero también es esa misma empatía puede llevarnos al desgaste, a que nos saturemos y nos quememos.
Así que la empatía no es suficiente, hace falta algo más ¿qué?
La compasión
Para que puedas comprender mejor esto, necesito explicarte brevemente el modelo de los sistemas de regulación emocional de Paul Gilbert, padre de la Terapia Centrada en la Compasión.
Gilbert propone que los seres humanos tenemos respuestas emocionales, reguladas principalmente por tres sistemas:
El sistema de protección frente amenazas, se encarga de detectar potenciales peligros y se activa con la respuesta de huida o lucha mediada por el cortisol y la adrenalina para garantizar nuestra supervivencia. Las emociones vinculadas a este sistema son la rabia, el miedo, el asco, la ansiedad… Cuando este sistema está hiperactivado, aparece el estrés crónico.
El sistema de logro, también llamado sistema de búsqueda de recursos e incentivo, nos motiva a buscar recursos necesarios y nos premia cuando los conseguimos a través de la secreción de dopamina que proporciona una sensación placentera intensa pero breve. Este sistema nos orienta a conseguir cosas, al éxito. Cuando está muy activado podemos quedarnos atrapados en bucles de querer más de aquello que me proporciona placer y generar conductas adictivas. Y cuando está poco activado, nos encontramos apáticos y sin motivación pudiendo llegar incluso a estados depresivos.
Por último está el sistema de calma y satisfacción, también conocido como sistema de afiliación y conexión, que se activa cuando nos sentimos seguros y satisfechos. Sin nada que conseguir y sin nada de lo que huir, es decir, que cuando está activado, los otros dos se desactivan. Está mediado por la liberación de oxitocina y opioides endógenos, que generan bienestar, calma y sensación de seguridad y además favorece la conexión con los demás porque estamos más receptivos.
Los tres sistemas son necesarios e importantes pero con frecuencia están desequilibrados y eso implica la aparición de sufrimiento
¿Qué papel juega la compasión aquí? Para empezar habría que definir qué es compasión. La Real Academia Española (RAE) define compasión como el sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien y el verbo compadecer como sentir lástima o pena por la desgracia o el sufrimiento ajenos. Esta visión, muy enraizada en nuestra cultura, enfatiza la pena o la lástima hacia los demás favoreciendo una diferencia de posición entre el que da y el que recibe y ese no es para nada el objetivo de la compasión que aquí expongo.
Desde la psicología y las tradiciones contemplativas se considera la compasión como una respuesta compleja frente al sufrimiento, en la que por un lado se da una sensibilidad y apertura (me acerco y veo el sufrimiento) y por otro, hay una motivación de aliviarlo o prevenirlo.
Esta respuesta compasiva tiene cuatro componentes:
- Cognición: implica el reconocimiento de la existencia del sufrimiento, para ello está el entrenamiento de la atención (mindfulness)
- Emoción: implica la resonancia emocional con el malestar, la conexión, la empatía emocional.
- Intención: tiene que ver con el deseo genuino de que ese sufrimiento se alivie.
- Motivación que predispone a la acción para aliviar o prevenir.
La ciencia ha demostrado que cuando únicamente resonamos empáticamente con el otro y nos quedamos ahí estancados, se activan en nuestro cerebro zonas que hacen que sintamos el dolor del otro como propio, con lo cual es muy fácil sentirlo como una amenaza que activa nuestro sistema de protección frente a las amenazas, favoreciendo el estrés e impidiéndonos conectar de forma auténtica con los demás ya que estamos en modo supervivencia, lucha o huida.
En cambio, cuando practicamos la compasión se activan áreas cerebrales relacionadas con el placer (circuitos de recompensa) y se activa el sistema de calma, relajación y conexión. De modo que la empatía sin compasión estresa y acaba quemando, mientras que la compasión resulta placentera y beneficiosa tanto para el que la practica como para el que la recibe.
Otro punto importante es la necesidad de cultivar la compasión dirigida hacia nosotros mismos (autocompasión), ya que sería posible ser compasivo con los demás sin serlo con nosotros, pero no sería sostenible en el tiempo sin quemarnos. De modo que el cultivo de la compasión implica no sólo aprender a dar compasión sino a darnos a nosotros mismos y a recibir de los demás también, algo que a nuestro colectivo le cuesta especialmente, por la sobreidentificación con el rol de cuidador que tenemos.
Cultivar la compasión no está ligado a ningún tipo de religión, de hecho todos tenemos la semilla de la compasión en nuestro interior, sino no hubiéramos sobrevivido como especie y con las prácticas específicas permitimos que esa semilla germine y crezca dando sus frutos.